Decía Baudelaire, que no en vano es el autor de Las flores del mal, que "la mayor astucia del Demonio es hacernos creer que no existe". A lo mejor por eso a mí me costó tanto encontrarlo cuando, hace unos años, me puse a buscarlo por todas partes. Fue para escribir un libro sobre su persona. Lo llamé El buen sirviente y es, creo, mi favorito entre todos los que he firmado hasta el momento.
Lo primero que me sorprendió fue descubrir que el Diablo no estaba en donde pensaba que debía de estar. Uno cree, por ejemplo, que Satanás aparece ya en las primeras páginas de la Biblia. Concretamente, en esa escenita que siempre nos han contado, ya saben, la de Eva y la manzana, etcétera. Error. Belcebú no anduvo nunca por el Jardín del Edén. Y es que una cosa es lo que nos han contado y otra muy distinta lo que dicen originalmente las Escrituras. En el Paraíso no había Demonio. Por no haber, tampoco había manzana. De hecho, en la Biblia nunca se especifica de qué fruto se trataba. Solo mucho más tarde, los pintores, que no tenían más remedio que darle una forma concreta, le dieron la de una manzana. En cuanto al Demonio, tampoco se habla de él. En el Génesis la serpiente era solo eso, una serpiente.
El Diablo como tal entra mucho más tarde en escena. De hecho, ni siquiera es un invento judío, sino babilónico. Otro ejemplo curioso de la no-presencia de Satán en la Biblia es el libro de Job. A todos nos contaron la historia de este pobre y santo varón víctima del Demonio. Según creencia habitual, estaban un día Dios y el Diablo departiendo por ahí cuando Dios le dijo al Maligno: “Mira mi siervo Job. ¿No te parece admirable el amor que siente por mí?”. A lo que Satanás respondió algo así como: "Sí, sí, pero ¿cómo no te va querer si lo tiene todo. Una familia grande y feliz, una buena fortuna y mejor salud? Otro gallo le cantaría si no fuera tan afortunado”. Entonces Dios y el Diablo hacen una apuesta. Dios empieza a arrebatar a su siervo Job todo lo que tiene. Mata primero a sus hijos, luego a su mujer, después lo arruina y por fin lo cubre de pústulas. ¿Y qué hace nuestro protagonista ante cada nueva desgracia? Comportarse como quien es, el famoso santo Job, y repetir: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó, bendito sea Dios”. Lo interesante de esta historia es que está “tuneada”. Si uno lee el libro de Job hasta el final (y vale la pena hacerlo, porque es uno de los más bellos de la Biblia) verá algo curioso. Así como el libro comienza con esa famosa escena entre Dios y el Diablo, poco a poco Satanás desaparece por completo de la historia. ¿Cómo puede ser? Sencillamente porque nunca estuvo allí. En el texto primigenio, Dios y el Diablo son la misma persona. Dios no hace dicha apuesta con Satanás sino consigo mismo. Solo más adelante cuando en la religión judía empieza a aparecer el dualismo (una vez más proveniente de Babilonia) se insertó como un añadido la figura del Demonio en las primeras diez o doce páginas del libro pero olvidaron ponerlo también en las páginas restantes.
Tal vez porque desde tiempos remotísimos siempre le ha gustado esconderse, la frase de Baudelaire es tan cierta hoy como entonces. En efecto, la mayor astucia del Demonio es hacernos creer que no existe. Ahora ya no se esconde entre las páginas de la Biblia sino que lo hace en la literatura, en el teatro y también, o tal vez deberíamos decir, sobre todo en el cine. Por eso yo, estos días, cuando se conmemora el 45º aniversario de la archifamosa película de Roman Polanski en la que se cuenta que el Demonio tiene tantos seguidores entre gente la corriente como nosotros, yo voy a hacer eso tan sabio que recomiendan los cínicos. Poner una vela a Dios y otra a Belcebú, Abraxas, Lucifer, Mefistófeles, Asmodeo, Satán… ¿Alguna vez se han preguntado por qué el Diablo tiene estos y otros muchos nombres? Quién sabe, a lo mejor porque, como bien le dijo en cierta vez un demonio a Jesús de Nazaret, ellos son legión. Y le faltó añadir que están entre nosotros.
Carmen Posadas es escritora.
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